El Proceso de Cómo Me Hice Estadista
Por: José. Vaquer Jr.
Saludos a todos los corresponsales:
Nací en Dover, Nueva Jersey. Me crié en la Ciudad Bruja: Guayama, Puerto Rico. Por ocho años milité en la Guardia Nacional del Ejército en tres fueros distintos (Puerto Rico, Georgia y Arizona). Resido hace diez años en Phoenix, donde ejerzo la profesión de intérprete y traductor, además de diseñar programas oficinescos y escribir cuentos de ciencia ficción. Intereso recibirme de maestría en informática y concluir mi carrera de derecho.
No siempre favorecí la estadidad, aunque siempre tomé al ELA por situación política indigna e intolerable para cualquier persona que se preciara de su propio juicio. En mi juventud milité en el Partido Independentista Puertorriqueño, ocupé puestos directivos en los organismos de la juventud y hasta fui candidato a asambleísta municipal por dicho partido en 1984. Todavía considero que la independencia sí sería una solución digna en principio para Puerto Rico, de no darse ciertas carencias en la cultura isleña.
Lo que siempre me molestó de fondo en cuanto al movimiento independentista fue la insistencia de algunos elementos en dicho partido en deleznar la dignidad propia. Aunque la mayoría de los independentistas que conocí siempre fueron personas dignas, no faltaron ciertos individuos que insistieran en yo desentenderme de todos mis logros, bienes y anhelos «para irnos todos a cortar caña al monte cuando venga la República.» Aparte de que nunca vi cañaverales por las jaldas boricuas, me preguntaba entonces qué se supone que hiciera yo con mi carrera y con mis logros y bienes. ¿Quién más podía tener derecho a lo mío, sino fuera yo mismo y los míos? ¿Quién iba a decidir qué hacer con ellos?
Ahí fue que me atajaron los marxistas con lo de que yo lo que quería era llegar a ser un gran burgués, que si mi familia tenía esos aires burgueses de la clase media (ya sabrán: tener casita propia con un chispo terreno, que no faltara el pan a la mesa, cursar una carrera u oficio del agrado propio, gustar de las cosas finas... tales pecados mortales), que si para aquí, que si para allá... Me desencantaron por completo en lo económico y en la arrogancia contra la libertad propia.
Pero el veneno del menosprecio propio y la duda en cuanto a mis facultades ya se había inyectado.
Me pasé un año en Atlanta entre con una pareja que me reveló lo que significaba ser 'liberal' en los Estados Unidos. En nada me llamó la atención el culto a la muerte por todas partes entre los izquierdistas: anticoncepción mediante el aborto, esterilización de todas las mascotas, asilamiento y aislamiento de los mayores de la familia, el desprecio de los que favorecemos la familia natural (padre, madre y crías), encargar los hijos de uno a gente cuyas tendencias íntimas quedaban muy en entredicho... En verdad que ser 'liberal' puertorriqueño (más bien al estilo del Nuevo Pacto) no le llegaba a la horma del zapato a la Nueva Izquierda. Ni siquiera los marxistas clásicos eran tan adustos en sus pensares.
Por mi parte, en aquel entonces siempre me sentía incapaz de lograr gran cosa por cuenta propia, a pesar de dominar cabalmente el idioma (con todo y cierto dejo en el habla, que en Georgia pasaba desapercibido ? ¡ja!) y de ser hombre preparado. Si algún empleo se acababa, me las pasaba semanas compungido, en vez de ir a una agencia de empleos al día siguiente y empezar de nueva cuenta (lo cual siempre acababa por hacer, con resultados inmediatos y satisfactorios). Y claro, la doña feliz no estaba con mi desidia en cuanto al trabajo. Con todo y ser liberal, ella no iba a mantener a un manganzón.
Llegada la hora inevitable del fin de dicha pareja, me vi en la encrucijada de volver a mi país de crianza a mendigar el porvenir ? muy diploma en mano, por cierto; pero así las veía yo en aquel entonces ? o aventurarme una vez más a trazar nuevos derroteros. Para aquel entonces, mis familiares de Nueva York se habían cansado de dicha ciudad y se mudaron a Phoenix. Mi hermano, que se crió con ellos, me invitó al páramo. Preferí seguir en la lucha en vez de volver con el rabo entre las patas al «salitral caliginoso», según el poeta Luis Palés Matos llamara a nuestro pueblo hace ya un siglo.
Venir a Phoenix fue la mayor bienandanza que jamás me ofreciera mi hermano. Acá conseguí cada trabajo mejor que el anterior, llegué a sentar mi propio negocio y aprendí a no recostarme de los míos, ya que no lo permiten. Aquí acendré mi perspectiva en cuanto a la dignidad propia. Aquí me despojé de mis tendencias izquierdistas y llegué a fundar mi pensamiento en la libertad individual.
Y aquí me percaté de la gran carencia cultural que tiene Puerto Rico en materia del entendimiento económico. A la mayoría ni los principios de la economía se le enseñaban en la escuela. Se ve un menosprecio por toda actividad empresarial que resulta avasallador: hasta varios negociantes están dando palos a ciegas en sus empresas. No me extraña, pues, que fracasen tantos negocios, ni mucho menos que tan pocas personas se atrevan siquiera a emprenderlos: el desconocimiento económico obsta al éxito.
Por eso comprendí que, con tal cultura antiemprendedora, no hay manera de que la mayoría de los independentistas puertorriqueños sepan llevar una república a buen recaudo. No es que no puedan: es que se empeñarían en hundirse a sí mismos con el monolitismo gubernamental, óbice de nuestras culturas latinas, y el estado de bienestar, lacra de nuevo cuño y mayor admiración entre las filas independentistas (trocando el paraíso obrero de los socialistas por la comunidad de minorías inmoladas). Y con las propuestas económicas que he leído de esa parte, se ve que irían abocados al más estrepitoso naufragio social en una nave espeluznante de matrícula boricua llamada Gobierno Nodriza.
Los independentistas quieren la libertad del gobierno. Algunos la quieren a costillas de la libertad del puertorriqueño.
Es además lo de la libertad individual el motivo por el cual me parece que la estadidad sería la vía de mayor logro para cada puertorriqueño. En los Estados Unidos se promulgó desde un principio que la libertad individual sería el fundamento del gobierno, como extensión lógica de ser éste el fundamento de la cultura de las colonias de aquel entonces. Por eso todo el sistema de derecho favorece al individuo, con las salvedades de ciertas prebendas de resarcimiento por grupos selectos que se han impuesto de reciente cuño y que ya se empiezan a lamentar.
Y por esos principios de libertad individual, que ni siquiera la propia madre patria de los Estados Unidos (el Reino Unido) apoya con tanto ahínco, es que me parece que los puertorriqueños alcanzaríamos mayores libertades y oportunidades cada cual integrándose políticamente a los Estados Unidos: porque no empece los embates de la economía keynesiana y otras vislumbres del izquierdismo por la cocina, este país sigue teniendo un meollo indiscutible de libertad e individualismo recio que nos ha logrado la dicha que ni los chinos (con poco más territorio y el cuádruple de la población estadounidense) ni los soviéticos (con dos veces y media el territorio y mayor población en sus tiempos) ni los hindúes (con el triple de la población) han podido siquiera aproximar.
Por eso, y porque estoy en Arizona: estado donde la gente se precia de ser muy individualista, donde muchos han escapado al izquierdismo costanero y donde se demuestra que ser estado no implica perder la cultura ni los valores propios. Es más, los gobernadores aquí fungen por doble partida junto con todos los demás gobernadores de la frontera méxico-estadounidense cual diplómatas para mantener las vías comerciales abiertas y para entender cada estado con sus perspectivas en cuanto a la política inmigratoria.
Y en Arizona nos hacemos mucho más de la vista larga, aunque haya municipios donde no falten los xenófobos al palo: en fin de cuentas, una cuarta parte de nuestra economía depende de los tratos con México. Y siendo también almenos la cuarta parte de la población de estirpe mexicana, no hay forma de enterarse a ciencia cierta cuántos andan por acá con todo derecho y cuántos se han colado.
Uno llega a conocer a los Estados Unidos y pronto se percata uno de que no tan sólo cada estado tiene su cultura propia: hay estados, tales como California, Texas y Nueva York, en los cuales habita más de una cultura. Y no hay quien confunda a la Luisiana casi caribeña del jolgorio, el enigma y el capricho con los hacendosos, tercos y parcos yanquis de Nueva Inglaterra.
Lo anterior me demuestra que un estado puede mantener en alto su propia identidad. Puerto Rico en nada tendría que rendir su cultura isleña al integrarse a la federación.
A fin de cuentas, si los políticos estadounidenses de la preguerra no pudieron lograr la supuesta asimilación, ¿qué va a ser hoy día, que los gobiernos federales tienen miras muy distintas y los puertorriqueños nos contamos entre los ciudadanos con mayor preparación media? Esa cultura aviva dentro de nosotros los puertorriqueños; no hay dictamen, fallo, estatuto, proclama ni resolución que la desarraigue contra nuestra voluntad.
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